Des(variaciones) sobre Pandemia y Llull

En tiempos donde las singularidades nos llevan a un solipsismo, tener presente el espíritu de la concordia podría colocarnos en comprender la alteridad y construir una praxis ética desde los puntos en común de lo mejor de cada pensamiento. Hoy se conmemora a Raimundo Llull, personaje medieval cuya carrera en la búsqueda de lo que él denominaría como verdad, aprendería de manera autodidacta. No es gratuita la conjunción de pensamiento en este autor: terciario franciscano, estudioso del Corán y la cultura islámica en Al andalus, supo integrar también elementos de una visión que podríamos nominar como mágica, en tanto que su franciscanismo lo coloca en una integración de la creación: una ontología en donde el hombre es hermano de todo, y debe velar por la búsqueda de la verdad a través de su interior, a la manera de Agustín de Hipona. Su ética es la del bien actuar que lleva al bien vivir. La concordia no es simplemente un ideal; es toda una forma de vida cuyo reflejo es hacer de la vida un(a) (obra de) arte. El asumir su cristianismo a la manera de Francisco de Asís no hace de él un fanático, sino que, en asumir una vivencia del evangelio siendo hermano de todos, lleva a la Concordia como un estado de búsqueda y transformación constante; he aquí el estado alquímico de sus escritos. Dice Francisco de Asís en sus Admoniciones: «cuánto es el hombre delante de Dios, es eso y no más» Adm 19. Desde esta idea, el hacer de la vida un Arte  se plantea a manera de estructurar el pensamiento: su sistema lógico va desde el análisis de las estructuras morales, hasta la especulación de lo que ha de hacerse en una armonía matemática: uno de los lenguajes divinos desde el pensamiento. Pero no se queda ahí. Sus preposiciones lógicas son ilustradas a través de la imagen: está constituye una serie de herramientas plásticas, poeticas, colores, líneas, combinaciones, llevan a una estética y un ejercicio de lo político centrado en estar ahí, en el diálogo y la construcción de realizar dicho Arte.

El ejercicio de lo filosófico consiste para Llull en una transmutación que tenga como resultante una vida buena. Plantea una ontología del hombre receptivo, pues toda creación lleva en sí el sello de su creador, lo que permite elevarse hacia él desde lo cotidiano… La semejanza en Llull refiere a la imagen, es decir; un conjunto de emociones, pensamiento y reflejo de la bondad y perfección del Artífice en un mundo que no está del todo acabado. Todo se transforma, la imagen de un universo que clama a gritos a su Creador, pero que es desbordado y puede ser transformado a través del Amor… Aquí se asoma Duns Scoto y sus preposiciones sobre la creación. No es necesario demostrar la existencia de Dios, sino hacer posible el recrear el entorno del Amor que no es amado, pero que puede realizarse en cada búsqueda y transformación de dónde estamos. Poner las cosas en común para transformar el entorno.
Ahora, en el siglo xxi, donde el solipsismo de cada persona resulta «auténtico», donde lo que importa es el Yo, nos hemos olvidado de hacer de nuestra vida, y del mundo que nos rodea, una obra de Arte, con un objetivo concreto de una vida buena, de poner en común lo que otros piensan. De poner la vida como un todo que puede transformarse cuando asumimos lo que creemos vivir. Aún cuando no se crea en un Artífice o un dios, nos hemos olvidado de que la manera en que queremos conducirnos con los demás (ética) va unido a cómo lo practicamos y qué recursos manifestamos para mostrarlo (estética), y que a su vez nos situa en relación del gobierno que tenemos con los otros (política). Esta triada no deberíamos de olvidarla. En un mundo donde la muerte devora a todos, donde vivimos angustiados y aterrados, incapaces de conocer como transmitimos nuestros imaginarios, cómo nombramos las situaciones que nos ponen de cara a la muerte, al borde del abismo. Ahora necesitamos más que nunca, quizá echar una mirada a la Concordia.


Llull, al igual que Francisco, convivió y aprendió de los musulmanes, los derviches, aquellos que se comunican con Dios bailando. El amigo, es decir aquel que busca ese grito de lo divino contesta: «desde que vi a mi amado en mis pensamientos, ya no se ha ausentado de mis ojos corporales, porque todo lo visible me representa a mi Amado». Aquí su ontología nos coloca también con la significación del hombre. Llull recurre a una imagen activa: no es que todo sea bondad, sino que incluso todo aquello mostrado de manera negativa, como mirar de cara a la muerte, nos lleva a encontrar al Amado, no sólo como última consolación o esperanza futura; entra aquí en juego del pensamiento, la manera en la que evaluamos lógicamente la construcción de nuestra política. Habrá personas que no quieran poner en común en cuidado del otro, pero aún así, depende de qué podamos definir para transmutar aquello que tenemos delante. Nuevamente, rememorando la frase mencionada aquí de Francisco de Asís, no somos más que esto que tenemos delante. La Concordia es un camino, una imagen, una transmutación, que, como su nombre lo dice, no puede cambiarse algo si no hay otra cosa antes. La imagen es un recurso poderoso para transformar, incluso cuando tenemos que quedarnos callados ante la impotencia de la muerte. Incluso cuando bailamos como los derviches, girando sobre nosotros mismos, esperando que Dios conteste. Ya lo ha hecho antes: su creación grita, a veces quizá, el orden lógico implica esperar, pensar, analizar. Finalmente, la creación y los caminos del Amor No están definidos o predispuestos. Todo se transforma y vuelve a la Unidad.

Martes 30 de junio de 2020. Festividad de Raimundo Llull.
Jesús Siguenza García, OFS.

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